Llega a casa y cumple con el ritual de todos los días. Da cuatro vueltas a la cerradura de la parte de arriba y una a la de abajo, deja las llaves en la mesa del recibidor, se quita el abrigo y lo cuelga en el perchero. Hoy el piso huele a pasado y a caramelos de miel y eucalipto. Se mira en el espejo grande, ese en el que puede verse entera, hasta los zapatos de tacón que se compró la semana pasada en El Corte Inglés y con los que todavía anda como un pato. Se tumba en el sofá y mastica chicle. Hace pompas que se explotan y se le pegan en la nariz. Entonces, no sabe muy bien por qué extraña asociación, se acuerda del colegio y del olor a mandarinas del recreo. No ha vuelto a comer mandarinas desde entonces.
El vecino de al lado pasa la aspiradora y fuera está anocheciendo. El cuadro de al lado de la televisión está un poco torcido, pero le gusta igual.
Mira el reloj. Son las siete y aún no ha salido a saludarla. Está en su despacho. Huele a tabaco y sale un hilo de luz por la rendija de la puerta.
- ¿Estás ahí?
Silencio.
- ¿Estás ahí?
Silencio.
- ¡Responde!
Silencio.
Llora.
No le ve.
Silencio.
- ¡Dime algo!
Silencio.
Nadie responde.
No abre la puerta.
- ¿Estás ahí?
Llora.
Silencio.
domingo, 6 de febrero de 2011
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